Artículo de opinión de Moisés Palmero Aranda.
Educador ambiental y escritor.
El bosque de la Plaza Vieja
Las lluvias de abril han hecho florecer rincones de la ciudad que parecían impensables. Las semillas aletargadas aguardaban en los canalones, en los agujeros del asfalto, en los tejados o en cualquier descampado. Jaramagos, malvas, vinagreras, amapolas han llenado las calles de colores y nos han animado el paseo rutinario, nos han devuelto la primavera y han sorprendido a los jardineros creciendo más allá del riego por goteo y de los diminutos alcorques de cemento con los que constreñimos a nuestros árboles.
Es la naturaleza invisible de las ciudades, la que, poniéndonos trágicos, invadirá todo cuando no estemos, la que permite que millones de insectos se cobijen y sean alimento de gorriones, mirlos o de las golondrinas que vuelven de sus migraciones.
Son la esperanza para regenerar la vida, la belleza, la alegría, la tierra que cubren nuestras ciudades, y, sin embargo, las llamamos malas hierbas solo por su rebeldía, su espontaneidad, por ser contestarías y crecer donde no las queremos y en los momentos más inesperados. Empleamos tiempo y dinero para eliminarlas, llegándolas incluso a fumigar con herbicidas que atentan contra nuestra salud, a pesar de que está demostrado que refrescan las ciudades, disminuyendo la temperatura, purificando el aire contaminado que respiramos y mitigando las consecuencias del cambio global que nos está poniendo contras las cuerdas.
En un bosque todos quieren ser árboles, cuanto más altos y poderosos, mejor, pero para que haya un bosque en equilibrio deben aparecer los líquenes, las hierbas, los arbustos, que con sus raíces, prepararán la tierra, aireándola, abonándola, enriqueciéndola. Que con sus hojas realizarán la fotosíntesis haciendo respirable nuestra atmósfera.
Estratos de vegetación que cobijarán millones de insectos que los polinizarán, que serán el alimento de otros muchos animales y, estos a su vez, moverán las semillas en sus estómagos, entre sus plumas, enredadas en el pelo que los calienta. Y mientras llueva, sople el viento y brille el sol, el ciclo se repetirá una y otra vez, protegiendo el bosque de los iguales, el bosque inmortal, el bosque del futuro, el bosque protector. El que te alimenta, el que calma tu sed, el que te calienta, el que te relaja, el que te abriga, el que te cuida.
No nos sobran árboles, ni malas hierbas, ni mucho menos bosques en Almería y, sin embargo, hay que pelear en el juzgado para que no los talen en la Plaza Vieja. Para ellos, para los que creen que conservar la naturaleza, que defender el patrimonio ambiental y cultural, es de inmovilistas, estos ficus, sean centenarios o no, son malas hierbas que deben ser eliminados de la ciudad porque impiden su desarrollo, su progreso. Para el TSJA, para los Amigos de la Alcazaba, del Bicentenario de los Coloraos y de Ecologistas en Acción tienen “valor ambiental” por si solos, “mejoran la calidad de vida” de los almerienses y “son parte del patrimonio que debemos proteger”.
Técnicamente, es una zona ajardinada, pero para mí conforman el Bosque de la Plaza Vieja, el bosque del casco histórico, el bosque de los veintiún sabios que nos han enseñado que nuestros dirigentes viven anclados en el pasado, donde la naturaleza no tiene cabida, donde el progreso se mide en toneladas de cemento y donde la vida es menos agradable, menos bella, mucho más calurosa y el trino de los pájaros no se escucha. Nos han enseñado que nuestros dirigentes no conocen las leyes, o se las saltan a su antojo porque saben que no habrá consecuencias.
He aprendido que no les gusta escuchar a la ciudadanía y que para ellos, parte de sus vecinos son malas hierbas que arrancarían con gusto de sus calles. Pero también he aprendido que la fuerza de la democracia, del bosque, reside en la participación, en el diálogo, en el trabajo en equipo, en la colaboración, en la justicia y que los gobernantes deben ser gobernados, porque la inteligencia no se mide por el número de votos o los pactos inmorales que puedas hacer con ellos.
Quizás no sea un árbol, pero me siento un elemento esencial del bosque. A veces soy una roca, un liquen, la nieve, o formo parte del aire que respiras. Otras veces soy una hierba, o el viento, o una hormiga, un arbusto, un rayo de sol. Hay días que me levanto imaginando que soy un zorro, la lluvia, una libélula, la raíz que te alimenta, una semilla, un fruto, un puñado de abono, una hoja mecida por el viento o la esperanza de una gota de agua.
Quizás no sea un árbol, pero formo parte del bosque, soy un elemento prescindible pero esencial. Soy, como tú, aunque quieras negarlo, parte de la naturaleza y juntos, somos más fuertes, invencibles, juntos somos un bosque, el bosque de los iguales.
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